Era la umbría que provocaba la niebla enteriza entre los pinos de Los Llanos de Puzla lo que trajo a mi mente las leyendas ancestrales de mi tierra vasca. Me confundía el espesor denso de esa bruma y el perfume frío de la lluvia y casi creía asomarme a los vastos y apretados bosques de las faldas del Anboto, donde reside la diosa Mari, o apriscarme al cobijo del monolito del monte Argalario desde donde se vislumbra el Abra por completo.
Y así en ese paisaje telúrico aparecía el señor de los bosques, Basajaun, con su enorme efigie antropomorfa, protector del ganado y de los pastores y pastoras a los que alerta del peligro con un profundo silbido.
Vislumbraba entre las ramas de los árboles, creía oír, las risas y los cantos de las lamiak que, peinándose los cabellos dorados, llamaban a la perdición al ser humano.
O las sorginak, tan mal denominadas brujas, que recogían sus atados de hierbas para practicar la medicina ancestral. También entreví a Sugaar, esa figura de serpiente que encarna lo masculino en un mundo poderosamente matriarcal.
Es rica y poderosa la mitología vasca, coronada en lo más alto por la diosa Mari, un ente femenino que en palabras del antropólogo Barandiarán “viene a ser un núcleo temático o punto de convergencia de diversos temas míticos.
Atendiendo a algunos de sus atributos, como el dominio de las fuerzas terrestres y de numerosos genios subterráneos y su identificación con muchos fenómenos y agentes telúricos, nos inclinamos a considerarla como un símbolo (o personificación) de la Madre Tierra”.
En la mañana de ayer Mari estaba presente en esa frontera difusa entre Ojén y Monda, esos Llanos de Puzla ocultos tras las nieblas matinales que había lanzado incluso un aviso naranja por parte de Aemet. Porque Mari, dentro de sus atributos, contiene el del poder de los truenos y de la lluvia, un poder innato sobre todos los meteoros, lo que hace de ella una diosa enormemente poderosa.
Por eso entre ese paisaje más propio del norte que del sur, quizá con un poco de nostalgia sobrevenida, la quise entrever tan alejada de su morada habitual en el norte. Mari, la diosa madre, la tierra madre, que me miraba de hito en hito cuando, despacio, despacio, despacio, cruzaba la carretera hacia un destino a todas luces incierto a causa de la niebla.