El 9 de marzo de 2018 me hicieron uno de los encargos más hermosos y complicados de mi vida profesional como periodista. Mi tutora y profesora de literatura en El Regato, Blanca Rey, me invitó a presentar mi segundo poemario “Poso de ceniza” ante su alumnado de último curso de bachillerato en el colegio que me había visto crecer. Crecer.
Me proyecto a mí mismo allí con 17 años. Camiseta blanca con efigie de Miles Davis serigrafiada, pañuelo oscuro al cuello, pantalón vaquero recogido y botas negras acharoladas cubriéndome los pies. Un tanto repantigado sobre el suelo.
Todo en aquella fotografía para el anuario. Aún no sabía a qué quería dedicarme ni en qué emplear mi tiempo más allá de la Selectividad. Pero sí es cierto que ya había algunos poemas rondándome entre las manos, algunos cuentos inacabados en las carpetas, algunos artículos de opinión publicados en la revista escolar.
Experiencias transversales con la literatura y sus consecuencias, siempre producto de un arrebato de amor no correspondido o de una soflama ideológica o de una injustica por resolver o de un miedo por asumir. La vida. Una manera de expresarla.
Fue en los días previos de aquel 9 de marzo de 2018 cuando me di cuenta de manera consciente, por primera vez, de que la vida, aquella vida, esta, había sido siempre mi material literario, mi material poético, ese elemento dúctil y sutil que nos transita y ocupa y abandona para dejarnos vacíos de sentido, plenos de agonías, huérfanos de deseo, tullidos ante la contemplación de la belleza, para renacer poseído a través de las letras y los poemas y las prosas.
Mi yo de 14 que escribía poesías para la hija del director del cole que fue, sin duda, mi segundo amor, el otro yo de 20 que improvisaba unos versos rápidos en los bares de Valencia para conseguir cervezas gratis, el de apenas 30 que publicaba su primer libro bajo el influjo de su alrededor cotidiano, el de casi 40 que presentaba “Poso de ceniza” bajo una tormenta de mayo infernal en la Feria del Libro de Málaga…
Una manera de expresar la vida.