Me enseñaste los libros

Si aita me enseñó el fuego, ama, tú me enseñaste los libros. Recuerdo una noche de tantas, era verano y hacía calor. Estábamos en Potes, era el año 1985, yo tenía 11 años. Y como en un sortilegio me leías largos párrafos de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez. Era un libro grueso, de portada azul y floreada. Era un rito habitual entre nosotros. Tú me leías y yo escuchaba. 

Con el paso de los años nos hicimos pares en aquellas querencias lectoras y nos retroalimentábamos, intercambiando autores y libros con la complicidad de conocer bien los gustos del otro.

Ese refugio me lo regalaste para siempre, ama. Un refugio cálido y preciso, que me ayuda todavía a vivir mejor. No creo que haya mejor regalo que ese.

El lunes 17 de marzo, esa misma tarde, me pediste que te hiciera limpieza en el ebook y que te metiera un par de títulos o tres más de aquellos que con tanta soltura pirateábais en el club de lectura. La gestión de la movilidad era ya muy complicada, pero el afán lector, la intelectualidad, la memoria, la capacidad de repentización, permanecían intactas. Permanecieron intactas hasta esa misma tarde.

Me enseñaste los libros y con ellos la virtud de la paciencia ante el conocimiento, el entretenimiento más allá de lo evidente, una manera de afrontar la vida desde la comprensión, la solidaridad y la lucha contra las injusticias. Porque lo que había allí, en los libros, también existía en tu vida, en tu ejemplo con el compromiso con lo cotidiano como el afán de pelear por una vida más justa para todos y todas. Aquellos elementos que forjan el carácter indómito de una persona. Tú los tenías todos.

Y así batallaste contra la ELA, desde esa disposición de ánimo ejemplar y valiente, sin concesiones a la autocompasión, llamando a las cosas por su nombre y siempre con el objetivo de aprovechar el día a día hasta el último instante.

Me enseñaste los libros, ama. Un refugio cálido y preciso.