Mi nombre me duele. Me atenaza la garganta, me hace sentir culpable, me hace sentir verdugo, las manos manchadas de sangre.
Mi nombre me duele. Me devora con la ferocidad brutal de la guerra, de la muerte, del oprobio internacional, del genocidio.
Mi nombre me duele. Me aprisiona en esta cárcel de ignominias, de injusticias, de crueldades, de arbitrariedades.
Mi nombre me duele. Me hace daño en lo más profundo de mi ser cuando observo, una y otra vez, el vídeo de los niños asesinados, arrancada su vida en la inocencia con la brutalidad de manotazo. Sus cuerpos, doblados al sol, sobre sí. Sus rostros encalados por la arena, sus labios castigados por la sal.
Mi nombre me duele. Y me pesa. Siempre lo ha hecho en este conflicto dispar en el que los verdugos obtienen el respaldo internacional cuando la comunidad mira hacia otro lado o hace tácito su apoyo en el silencio culpable.
Mi nombre me duele en los refugiados, en los expulsados, en la tierra colonizada, en los expatriados.
Mi nombre me duele en la barbarie. En el asesinato siempre inútil de civiles, en el horror, en la angustia que precede a la muerte, en el miedo inocente.
Mi nombre me duele en la fatalidad de un pueblo condenado a la extinción por la brutal y superior imposición militar y armamentística de otro.
Mi nombre me duele en el futuro que sólo veo trufado de escombros. Un futuro donde la paz es el olvido y la realidad sólo la muerte.
Me llamo Israel, así me bautizaron hace 40 años. Me llamo Israel. Y hoy, mi nombre, me duele.
*Este artículo fue escrito originariamente en el año 2014. Pero podría haber sido ayer, hoy"