Daniela se inventa palabras. Palabras precisas, concretas, definitorias, esclarecedoras. Es el poder que otorga la libertad sin límite, la que le regala la imaginación, la que le ofrece un pensamiento sin las barreras adocenadas de la corrección social o política o ideológica.
Esas palabras no tienen que ver con el balbuceo o la confusión de los primeros años, producto del equívoco y del aprendizaje, si no con una voluntad consciente de invención ante una diccionario que no incluye las definiciones que ella precisa para describir determinado tipo de persona o emoción o gesto o lugar o estado.
Algunas de ellas se han perdido, evaporado de la memoria, otras, sin embargo, permanecen y forman parte ya del vocabulario familiar y yo mismo las utilizo de forma inconsciente aunque sean linaje de un lenguaje secreto, único y personal, que Daniela no me permite transcribir aquí por pudor o por eso, por puro secretismo.
Igual que Daniela, todos hemos esbozado en ocasiones palabras que se adecuaban mejor a nuestra vida que las existentes en los múltiples tratados lingüísticos, esa combinación de realidad y de imaginación, capaz de brotar de nuestro imaginario o de nuestra boca como artefactos con alma propia, independiente.
Palabras que podrían ser insultos malsonantes, como un juramento rocoso, tormentoso, que completa el gesto airado; palabras como susurros, caricia sobre la piel, que te llevan a los territorios olvidados de la infancia; palabras jocosas que entrelazan con la broma o con el chiste sin llegar a serlo y que permiten a la sonrisa esbozarse más allá de la mirada; palabras que durarán lo que la imaginación de Daniela permita, porque como creaciones suyas que son, ella pondrá el límite de sus dominios.
Ella, ocho años, dibuja con estas palabras, no son muchas, un puñado recurrente, un espacio personal e intransferible, una realidad transmutada con su mirada. Palabras perfectas.