Admito mi comportamiento guadianesco por estos lares en el últimos tiempos, pero la vida, que se cruza con sus alegrías y sus sinsabores cuando uno menos se lo espera, me ha tenido distraído en este comienzo de plúmbea canícula estival.
La asunción de las circunstancias, el temor por la incertidumbre, el reconocimiento de uno mismo y de su situación, el devenir del futuro, cobran en ocasiones una presencia casi totémica en una cotidianidad que debería especular en esta época del año sobre si ir a la playa o no, gazpacho o salmorejo, sandía o melón, cervecita o refresco a la fresca. Esa liviandad de la vida que se centra en lo menor.
Pero la inusitada necesidad de afrontar lo trascendental se ha asentado en estos inicios de julio como un poderoso monolito en mitad de un campo verde. Monolito que debemos aprender a tallar, en el que hemos de deducir qué forma esconde, trabajarlo, cincelar sus partes más duras, despojarle de lo superfluo.
Una tarea que traspasa el día a día, que nos obliga una mirada nueva ante lo importante e inesperado. Nos hemos visto necesitados de encontrar la belleza entre su apresto duro y rugoso. Logramos entreverla dentro de ese corazón casi diamantino, pero ahí está.
Mientras miramos el atardecer desde la Bajadilla se cuela la vida dura entre la vida liviana.
Las aristas, la visión poliédrica de lo que tenemos alrededor. No podemos descuidar lo menor por centrarnos en lo mayor, por eso, el verano discurre a su ritmo con una vida social adolescente que arrolla como un tsunami, con unas sesiones eternas de balconing asomados a la calle Serenata, con un chapuzón en la Bajadilla a partir de las ocho de la tarde capaz de recolocar los músculos y los huesos en sus olvidados lugares naturales, con las visitas nutritivas de amigos, y la reconquista de espacios más laxos. Esas cosas, pequeñas, que añadiría Serrat.
Así que, pese a ser veranófobo confeso, he de admitir que este año, el periodo estival me está ayudando con sus habilidades únicas a tallar el monolito de lo trascendental con los mejores cinceles, martillos, limas, mazas o punteros.
Como la vida misma.