Una tórtola ha anidado bajo nuestra ventana. Reposado su nido en una de las farolas de la calle. Apenas se mueve, yergue la cabeza cuando aparece algún ruido, pero siempre desde la precaución y la lentitud. Todas la mañanas y todas las noches miramos la progresión de la nidada intentando intuir si ya ha puesto o no. Antonia señala: “Está engorando”.
Tendríamos que decir que apareció sorpresivamente, la primera vez nos percatamos de su presencia cuando el nido ya estaba construido y ella recostada muellemente sobre el mismo, pero el proceso tuvo que prolongarse al menos unos días sin que lo viéramos.
Nos sentimos emocionalmente unidos a su devenir. Y hasta la hemos bautizado con el nombre de Mrs. Audrey Hall, en honor al ama de llaves de la serie ‘Todas las criaturas grandes y pequeñas’, porque nos provoca esa misma sensación de amor cálido, de ternura, que nos insufla el personaje.
Intuimos que la luz del sol calienta el nido en las mañanas y lo mismo la luz de la farola en las noches, protegiéndola con su visera, además, de las rociadas nocturnas. Levantamos las persianas con sorda precaución y lo primero que hacemos en el día es asomarnos tras el cristal para comprobar su estado.
Está protegida y abrigada, alejada, aparentemente, de sus depredadores naturales, quizá un tanto a la vista, pero cómodamente aposentada bajo la farola. Nos entendemos ciertamente responsables de su vida y nos mostramos expectantes ante el futuro próximo. Es una sensación compleja en el que aflora una máxima sensibilidad por lo que nos rodea.
Este momento previo a la vida primaveral se acompaña del olor profundo del azahar que anuncia que ya vivimos instalados en al estación de las flores antes de que lo anuncie El Corte Inglés.
He creído escuchar ayer al anochecer el canto de algún vencejo, para completar ya así el cuadro bucólico.