Parque infantil

24/06/2020
Solo hay una cosa más triste que ver un columpio vacío, ver uno precintado. Porque tras este precinto se encuentran siempre el peligro, la desdicha, el infortunio o el horror, no hay causa de fuerza menor para deslegitimar a un parque infantil de su sentido último, que los niños y las niñas jueguen, desposeerle de su esencia y dejar su armazón vacío, sin el alma que le insufla vida. 

Dentro de las imágenes pandémicas que todos tenemos interiorizadas de este tiempo complejo y confuso, más allá de las trágicas vividas en los hospitales, en las residencias de ancianos, una de las que más me ha turbado ha sido la presencia necesaria de estos precintos colocados en los parques infantiles. Contemplar su orfandad me ha traído cierta sinrazón y desasosiego, la sensación profunda e irreversible de que algo realmente grave y oscuro estaba sucediendo.

Primero, cuando ni siquiera los niños y las niñas tenían acceso a la calle, vivieron una soledad impuesta y extraña, pasto de palomas y gaviotas, del movimiento tornasolado del precinto impuesto por la policía local al girar al juego de sol y sombra. Algún chirrido de película de terror cuando el columpio se movía vacío. ¿Dónde estaban los niños, las niñas? ¿De qué habían huido? ¿De qué se protegían?

Y después, cuando el acceso a la calle de trocó en normalidad para las familias, ver cómo los más pequeños y pequeñas, se agarraban a los precintos y miraba con ojos famélicos el columpio, el parque de juegos más allá, a dos pasos y al mismo tiempo inalcanzable. Madres y padres recriminando las conductas temerarias que podrían ponerles en riesgo a ellos mismos y a los demás.

Esta semana, en Marbella se levantaron los precintos y los parques infantiles recuperaron su tono vital, su principio de existencia básico, único, fundamental, y los niños y las niñas, acalladas las reticencias de sus familias, recuperaban su espacio propio, su ecosistema natural en la infancia entre chanzas y griteríos.

Solo hay un niño, allá al fondo, que bordea el tatami de corcho del parque. Camina a lo largo de esa frontera invisible que marca el dentro y el fuera, mira sus pies, levanta la cabeza, mira a sus compañeros de juego, avanza un poco más, no hace caso de los llamados de aquella amiga rubia, se mira de nuevo los pies, y con un gesto descorazonador se retira, despacio, hacia el banco donde se sienta su madre, que le abraza fuerte, muy fuerte.
 
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