Esta primavera interminable está rompiendo los esquemas del veraneo eterno. Los borregos despeinan las olas con su muelle terciopelo blanco y rompen una y otra vez contra la orilla con tozuda insistencia. Y hay una brisa que ronda, heladora en el atardecer, que se cuela por las rendijas, hasta hendir su faca hasta el corvejón en los desprevenidos lumbares.
Ojo, que esos aires los carga el diablo. Por no hablar de las rinitis espurias, por malvadas, que atacan las fosas nasales y los lacrimales llenado de mocos y llantos a partes iguales recintos cerrados y abiertos. Sin olvidar la astenia, ese mal casi diciochesco, de aire romántico, que vuelve el devenir en languidez, en hastío gratuito e inútil, en cansancio, la actividad más nimia y que plaga de bostezos y moradas ojeras los rostros de tirios y troyanos.
Y así, en esta primavera que no se rinde, hasta los más impíos suplicamos que llegue un verano rotundo, que el sol rompa las piedras, que haga hervir la arena y que chamusque las pestañas de los menos avezados, que centenares de huevos fritos se puedan freír en los capós de los coches, sobre las aceras, porque con el calor se terminará este impás de alergias y locuras y llegará el tiempo de la tumbona irredenta, del agua fresca en la playa de La Bajadilla, de las sombras duras del Casco Antiguo, de los paseos al anochecer en la senda litoral de El Pinillo… Y en El Barrio, aún el canto suave de las voces a la fresca de los portales…
Porque así, en esta primavera eterna, no se puede vivir, porque las flores se asfixian sin saber qué hacer y el mar no sabe a qué jugar y las playas son un sí pero no y los parques se transforman en armas biológicas de alergias masivas y en la feria no ha hecho el calor rotundo de otros años, y cuando se ponía el sol o uno se refugiaba bajo una sombra de palio efímero se agitaba el relente, y los amores de verano están esperando a la noche de San Juan para consumar el prodigio de la pujanza y la intensidad, a que la noche de las hogueras les dé permiso para salir al encuentro de los desprevenidos, y entre tanto, esperamos.
Y luego llegará el sol y sus prodigios y el calor derretirá nuestra sesera como los libros de caballerías derritieron la del tal Alonso Quijano y comenzará la retahíla de quejas, la primera del que escribe, y el solaz lo transformarán en infierno. Es condición humana.
Así que, in itínere, me aprovisionaré de lecturas, novela negra al ser posible, y de botijo fresco con el que aguar el gaznate, para cuando llegué, y llegará rotundo, no me pille desprevenido.