Reconciliarse

04/09/2019
Todos los veranos me reconcilio con el verano, justo en ese instante en el que el verano parece terminar, cuando claudica el calor en favor de otras brisas más frescas y la rebequita nocturna pasa a ser prenda indispensable en cualquier bolso o mochila de septiembre, cuando el estrés del tráfico remite y los visitantes dicen adiós dejando atrás el arco de Marbella y ya forman parte de sus nostalgias las historias veraniegas que contarán más allá de Despeñaperros o de los Pirineos o del Canal de la Mancha. 

Retoma Marbella en estos primeros días de septiembre esa cualidad única que provocan los impases. El verano aún no ha terminado, el colegio aún no ha empezado, los días pintan atardeceres impresionistas más allá de Gibraltar, la temperatura del agua es más cálida que en el tórrido julio, o eso aparenta, y las noches aún se prolongan un poco más allá de lo estrictamente necesario o cabal. En la playa se parapetan bajo las sombrillas acentos regados de zetas cuando los hinchables, unicornios, dónuts, helados, flamencos, han perdido parte de su color con los estragos del sol de agosto y aunque el dicho popular diga que los mejores meses para comer sardinas son aquellos que no llevan erre, en septiembre aún podemos degustar deliciosos espetos al borde del mar.

Me reconcilio con el verano cuando el verano parece acabarse porque es una promesa de la llegada del otoño, mi estación preferida, tal y como soy propenso a la enfermedad de la melancolía y la nostalgia.

Trata el mar de engatusarme y el sol de convencerme, el calor de acariciarme los hombros para congraciarse tras su bruñida intensidad de hace apenas una semana. Es un juego de la naturaleza, que me predispone a afrontar el curso libre de prejuicios y como la memoria es corta y débil y solo recordamos con mayor intensidad lo que nos favorece, el ecosistema que nos rodea dispone así su triquiñuela para que cuando llegue el verano que viene mi mente juegue al despiste y me insinúe aquello de “el año pasado no fue para tanto”.

Me dejaré engañar. Pese a haberme declarado veranófobo y haber jurado y perjurado que el próximo estío hibernaré cual oso y enclaustraré mi mente y mi cuerpo al amor de la sombra, el agua fresca y mi recién estrenado ventilador de techo, me dejaré engañar de nuevo como un estudiante que se examina curso tras curso en junio para repetir en septiembre.

Solo dos cosas me salvan. La mirada cristalina de Antonia que ejerce sobre mí espíritu el poderoso influjo del canto de una sirena emergiendo del mar y la risa desordenada de Daniela cuando las olas la zarandean en su abrazo y que hace brotar en mí el recuerdo de aquella infancia en la que mi amama Nieves me quitó el miedo al mar. Solo dos cosas me salvan.
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