Recuerdo cuando mi aita, mi padre me enseñó el fuego. Era pequeño y calzaba botas Chiruca de las antiguas, de aquellas de cuero que debían ser engrasadas para mantener su flexibilidad y que requerían todo un ritual, un proceso antes de ponérselas. Llevaba unos pantalones de pana hasta la rodilla, con un botón que apresaba las medias de lana largas, largas, largas. Camisa de cuadros, jersey y chubasquero. Apenas una gorra para cubrirse y un cuchillo en su funda de cuero a la cintura. Un bastón de madera en la mano y un zurrón colgado al hombro con cuatro viandas, un pañuelo y poco más.
Mi aita, mi padre, terciaba un atuendo similar, pero en lugar de zurrón llevaba tras de sí una mochila Serval o Altus, depende de las épocas de mi memoria, en la que además de algo de panceta y de chorizo, también llevaba una bota de vino previamente rellenada en la bodega de Quintín y una parrilla muy pequeña, apenas diez centímetros por quince, que le habían hecho unos compañeros de la fábrica o él mismo. Llevaba una cámara Yashica al hombro con la que se inmortalizaron algunas fotografías.
También nos acompañaba mi ama, mi madre, en la mayoría de ocasiones, pero hubo una época, cuando ella estudiaba la carrera y apuraba los fines de semana, en la que fuimos los dos solos muchas veces.
Dos de mis rutas preferidas eran las que nos llevaban desde el pueblo minero de La Arboleda hasta el monte Aragalario pasando por el Mendíbil o yendo por la parte de atrás; otra, también partía desde La Arboleda, pero nos llevaba hasta El Regato, pasando el Pantano Viejo o la Cueva del Elefante. Siempre había un momento para el fuego.
Mi aita, mi padre, me pedía que buscara algunas maderitas, al ser posible de brezo, y hacía una pequeña cunita entre piedras aventadas por el propio soplido. La llama prendía pronto, crecía y rápidamente formaba una brasa sobre la que instalar la parrilla y sobre ella, la panceta y el chorizo. Me encantaba coger un palo, hay varias fotos que lo atestiguan, y remover las entrañas del fuego, mirarlo, observarlo. Y aspirar profundamente su olor que pronto se mezclaba con el del tocino churruscado.
Se graban estos placeres de la vida en la memoria con un aliento imborrable. Me recuerdo a mí mismo allí, recuerdo a mi aita, mi padre, recuerdo a mi ama, mi madre, cuando estábamos los tres juntos.
Recuerdo cuando mi aita, mi padre, me enseñó el fuego y recupero la sensación olvidada de volver a ser niño.