Más allá de la gracieta de comprar polvorones cuando aún calzamos chanclas es cierto que el calor de estos primeros compases de noviembre resulta anormal y aterrador.
Bañistas tostándose al sol, sumergiendo sus cuerpos en un mar a más de veinte grados de temperatura, el calor inclemente en lo alto al mediodía, los campos sedientos y veteadas las plantas de sequedad maligna, las castañas del bosque de cobre más pequeñas que nunca, las aceitunas de aceite paupérrimo, las aves que dejan de emigrar al sur, y el cielo, rotundo y azul.
Los datos que ofrece la curia científica son atronadores, certifican las sensaciones que los mortales acientíficos sentimos en nuestra piel, una percepción de que algo se ha desencajado definitivamente, que el engranaje de la naturaleza parece haberse roto de algún modo, que la cadencia cíclica de las estaciones se ha laminado por una especie de intenso y prolongado verano que da paso a una breve primavera. “Llevamos más de seis meses de verano”, concluía una compañera del gremio de la pluma hace unos días.
El problema mayor detrás de todo esto es que la emergencia climática es similar a la metáfora de la rana, aquella que dice que si metes una rana en una olla con agua y se sube poco a poco la temperatura no se dará cuenta de que el agua se calienta hasta que sea demasiado tarde. Somos ranas. Lo somos porque el cambio climático supone una transformación lenta que ha de combatir informativamente con las urgencias de la actualidad diaria, con los intereses económicos, geoestratégicos y geopolíticos, con la incredulidad alimentada por esos mismos intereses, un proceso que no comprobamos en el día a día, que camina a un ritmo más telúrico que humano.
Ya se nos avisó del agujero de ozono en los ochenta. Los compromisos adquiridos en las diferentes cumbres del clima acaban siendo perfectamente incumplidos mientras las personas que viven del campo, de la ganadería, contemplan con su mirada profunda cómo el proceso es inexorable. La desertificación y la sequía son un hecho. Y sus consecuencias van mucho más allá de la incomodidad urbanita de unas posibles restricciones.
La dinamo de la contestación social es un motor capaz de mover montañas, solo ese es el camino, no hay otro.
Marbella, senda litoral, 8 de noviembre, 16:00h, 23 grados de temperatura.