Solo por eso

Daniela me dice muchas veces que sus dos estaciones preferidas del año son el verano y el invierno. Ella detalla y argumenta sus motivos y razones, que siempre apelan al encuentro, a la convivencia, a la fraternidad por aquello de pasar más tiempo con nosotros, con la familia, con sus amigos y amigas. Comparto con ella gran parte de esos sentimientos.

Desde que era pequeño, la familia, mis amigos, han supuesto refugio y hogar, ese lugar siempre cálido donde poder dejarse llevar sin protocolos ni restricciones ni tapujos ni filtros.

Una mesa en casa de mi amama Nieves en la que siempre se hablaba mucho, muy alto y a la vez y en la que los más pequeños nunca jamás fuimos excluidos de las conversaciones, de los debates y a las que nos fuimos incorporando poco a poco con voz propia. Había comida y bebida y humo y cafés y bromas recurrentes que nos permitían reír hasta perder el control, anécdotas mil. Puede ver, recordar, los rostros de todos los allí presentes como si fuera ayer, como si fuera hoy.

El espíritu mismo de aquella mesa se repite en la actualidad, con otras voces, que también han crecido a nuestro alrededor, con otros acentos y otras viandas, pero siempre, repetidas, las voces y las charlas y los debates y las anécdotas mil.

En estos días de Navidad, en eso coincido con Daniela, se comprimen los momentos del encuentro. En apenas 15 días se celebra casi todo lo celebrable, cumpleaños incluido, y el bullicio se instala en casa de manera casi interminable, un bullanguerío que trastoca la vida ordinaria, que trae y lleva, que supone un revés a la monotonía, un alboroto que acampa en el corazón íntimo del hogar.

Más allá de mis creencias, siempre apócrifas y ateas, las navidades redundan en mí con ese compromiso íntimo con la vida, con la amistad, con la familia. Solo por eso, merecen la pena.

¡Felices fiestas!