Viajó a Marbella y Ojén cuando rondaba los noventa años. Nos costó convencer a su alma inquieta, pero se atrevió a dar el paso definitivo en una primavera fragante. Disfrutó como un niño de todos y cada uno de los rincones, hizo suyos los espacios, los aromas y los perfumes, reconstruyó para sí la historia de ambas localidades y caminó hasta perderse en los dédalos de sus calles.
De aquel viaje, de aquella experiencia charlamos mucho y él recordó siempre al Parque de La Alameda como uno de esos lugares que quedan impresos en la memoria tras un viaje significativo. La Alameda. Apreciaba su sombra, el frescor que irradiaba de la masa arbórea, la pausa que suponía ese bosquete urbano entre el Casco Antiguo y el mar. Casi puedo bosquejar su figura, con la rodilla entre sus manos, el bastón descansando a un lado y el azul intensamente claro de sus ojos devorándolo todo.
En cada ocasión que cruzo por allí, y son muchas, me acuerdo de él y de esa sensación que le provocaba sentarse bajo las ramas, entre los troncos de aquellos árboles. Cómo aquella sombra aliviada en dos, tres, cuatro grados de temperatura la canícula primaveral que apretó en aquellos días. Y me dejo llevar por su sabiduría, que escogía aquel lugar entre tantos por escoger, que rememoraba aquel lugar entre tantos por recordar.
Los árboles y la vida.
Ahora veo como nuestra ciudad, una vez y otra, se despoja de esa sabiduría de antaño y sustituye las grandes y antiguas masas arbóreas por cementos y ladrillos y alcorques exiguos, laminando el verde para sustituirlo por una acerado impersonal y refulgente que podría situarnos en casi cualquier otra localidad.
Recientemente ha pasado en Miraflores y ha pasado en Vázquez Clavel, donde se han eliminado casi una decena de ejemplares que proyectaban su sombra protectora sobre los enormes edificios dejándolos desnudos al desgaire de un verano que se avisa histórico en los rigores de su calor.
Pienso en la silueta de mi aitite, mi abuelo, Daniel, sentado al amparo de los árboles de La Alameda, con la sabiduría intacta, el instinto exacto de la supervivencia, a la sombra, a la sombra, a la refrescante sombra.