Muchas veces debato seriamente con Daniela, 8 años, sobre el superpoder que nos gustaría tener para afrontar las cuestiones de la vida. Es un debate ciertamente sesudo, donde exponemos los pros y los contras de cada uno de ellos, de nuestros preferidos, y entramos en diatriba sobre las ventajas e inconvenientes de cada cual.
Están los clásicos, volar, ser invisibles, no nos generan polémicas. Algunos tangenciales, como rayos x en los ojos o superelasticidad, tampoco nos hacen sacar las uñas. Solo cuando ella refiere la teletransportación, diferimos hondamente de criterio. Aunque compartimos lo esencial de su idea, poder estar donde uno quiera en el momento en el que uno desee, hay un tramo de este viaje que yo no comparto con su parecer: obviar el recorrido que nos permite llegar, trasladarnos, viajar de un punto a otro, la esencia misma del anhelo de acudir a un lugar, un punto en el que deseamos profundamente estar, la arribada, esa llegada que nos deslumbra o entristece o decepciona o maravilla, el momento exacto de descubrir el destino al que nos dirigimos, o simplemente el camino que nos lleva hasta él.
En esta era postpandémica (o pandémica o prepandémica, uno ya no sabe dónde situar los prefijos), viajar ha cobrado un sentido de aventura casi homérica, un sentir último de aventura iniciática donde cada kilómetro recorrido es un kilómetro que nos acerca no solo a nuestro destino, sino a la esencia misma de la vida, del descubrimiento. Por eso, más aún disiento de la opinión férrea, casi inflexible, de Daniela sobre la teletransportación.
Porque el viaje no es solo llegar, sino preparar, idear, documentarse, observar, decidir, en definitiva, planificar, y todas esas acciones permiten que el deseo se fragüe mucho tiempo antes de comenzar si quiera a rodar. El viaje es un alimento sólido para el espíritu.
Recuerdo, que antes de la existencia de Google Maps, guardaba en la casa materna un gran mapa de la Península donde estaban marcados los viajes que había hecho, más largos o más cortos, algunas fechas. Desde mi Barakaldo natal irradiaban una serie de líneas que me trasladaban de manera inmediata, casi teletransportada, a las emociones que en aquellos recorridos se habían formado. Santiago de Compostela, Don Benito, Alcoy, Moixent, Valencia, Madrid, Granada, Málaga… Marbella… Una red tejida en otro tiempo, cuando 17 horas en autobús o en tren no eran pretexto suficiente para negarse al viaje y los huesos no tenían excesivos remiendos.
Este fin de semana los olivares se extendían ante nuestros ojos, abrazados por la tierra parda, ocre, de un campo convulso de vaivenes, pendientes suaves, mientras los pueblos se perfilaban aquí y allá como una promesa de parada y fonda, y se dejaba paso a la montaña sedienta y a las vegas umbrías que beben de los ríos. Y la carretera hacia adelante, significando el recorrido con los nombres que dan sentido a un mapa. Una hora, dos, de camino para encontrar, en un instante, entrevista, la Torre de la Vela de La Alhambra recortada contra la mole imponente de Sierra Nevada. Ese momento.
Daniela, volaré contigo, me haré invisible, estiraré mis brazos hasta el infinito, incluso estoy dispuesto a lo de los rayos X en los ojos, pero lo de la teletransportación…. Lo de la teletransportación tendremos que seguir debatiéndolo.