Son las doce de la noche del tercer día de confinamiento. Daniela duerme con placidez, solo agitada por sus sueños intermitentes. Antonia y yo estamos sentados en el sofá de la sala. Hacemos que vemos la tele, simulamos que leemos, fingimos que nos comunicamos con el móvil. Me giro hacia ella y le digo por novena o décima vez estos días: - Tengo la sensación de que esto no está pasando. Ella sonríe y asiente y ratifica mi sensación que es también la suya, la de tanta gente. Esto no está pasando.
Porque más allá del temor fundado, se ha aposentado en mi corazón una sensación de irrealidad de plomo, pesada, inamovible, plúmbea, que me impide pensar más allá del tiempo de confinamiento, proyectar la sociedad, el mundo, la vida que vendrá después. Y cuando me digo incapacitado es porque no logro vislumbrar desde el optimismo o desde el pesimismo lo que nos depara, simplemente no logro dibujar el boceto del futuro próximo.
No soy conspiranoico ni apocalíptico, pero es cierto que esta situación que vivimos hoy es lo más parecido a una ficción distópica de lo que podríamos imaginar. Irrealidad. Tengo la sensación de que esto no está pasando.
No por eso dejo de tomar medidas de autoprotección y de protección a terceros. Sin caer en el pánico ni en la crisis histérica. Pero las tomo. Confieso, es cierto que miro los pomos de las puertas, barandillas y pulsadores de interfonos con más prevención que hace tres días, quizá con otra mirada, como un potencial foco de contagio vírico cuando antes, tan lejos, tan cerca, solo eran pomos, barandillas y pulsadores.
La irrealidad, aumentada por los cánticos al anochecer, las mascarillas, los guantes y las soluciones hidroalcohólicas, las patrullas de la policía, las largas colas espaciadas, los avisos de precaución en comercios y farmacias, distanciamiento, seguridad, la urgencia en la frutería.
Irrealidad intensificada por la ausencia de besos y abrazos y caricias y querencias y cariños reales, sustituidos por los virtuales, que traen el mismo corazón, pero nunca el mismo calor. Tocar. No poder tocar. No deber tocar. Quizá sea esto lo que peor gestiono de esta crisis. Tener que tratar a los otros como otros, como ajenos.
Tengo la sensación de que esto no está pasando. Pero está.