Hoy me dejaré agostar por las tiernas calideces de la primavera entrante y olvidaré por un segundo la actualidad de inciensos, varales, niños cantando el novio de la muerte, estados y constituciones aconfesionales, comedores escolares sin plantilla suficiente, madres y padres en lucha, planes generales de ordenación urbana presuntamente falsificados, denuncias, aspiraciones independentistas castradas…
En fin, el faro que no cesa de iluminar los papeles con trapío de urgencias y que nos hace olvidar los detalles ínfimos de la vida, los que son verdaderamente trascendentales. Solo dos, o tres, o cuatro, o cinco.
Uno. El perfume del azahar en la Plaza de los Naranjos debería tener la capacidad de ser embotellado para poder aspirar una de las esencias de esta ciudad en cualquier lugar del mundo, un aroma delicado, intenso, profundo que algún poeta definió de manera atolondrada y errónea como asfixiante y que no es sino el aviso perfecto de la llegada en tropel de la primavera.
Dos. El sol ligero de primavera, tibio, capaz de templar los huesos y la piel con un solo guiño, que asegura el exceso, pero aún se contiene, que acaricia y abraza sin esperar más que ser recibido, que tonifica el músculo dormido, que auspicia un verano en ciernes, pero que aún se esconde en dos o tres nubes pasajeras, mientras pinta el cielo de azul.
Tres. El mar que finta aún entre caracoleos de espuma, que exhibe sus fauces para luego acostarse sobre las olas calmas, que refleja los verdes intensos, que áun no tiene la palidez del verano, que es renuente a abandonar su esencia ingobernable, el mar que ha traído presagios en forma de carabelas azules, pero que aún mantiene la inocencia díscola del niño que madura.
Cuatro. El paseo marítimo, albero y mármol, aún cómodamente transitable en las horas cenitales del día, cuando todavía puedes escuchar el ritmo de tus pasos sin la algarabía del estío, paladear cada metro, cada parte de ese puzzle que se extiende entre dos puertos, desde el Deportivo hasta Banús.
Cinco. La Bajadilla, quizá mi preferido de los arenales del centro, espacio recuperado para la inocencia de la soledad antes de que se embrolle en una algarabía de acentos e idiomas venidos de mil lugares, ahora es tiempo del silencio, de la calma, de sentarse en el espigón y contar la cadencia de las olas, de mojarse los pies con un vértigo temblor de frío.
Una, dos, tres, cuatro, cinco etapas para conectar de nuevo con la fuerza telúrica que desprende Marbella en primavera, con su lento despertar alejado del tráfago diario de las noticias, cuando, parafraseando a mi amiga Isa Arregui “toda la ciudad es mía”.