Algunas de las primeras veces en las que vine a Marbella, me descolgaba trece, catorce, quince horas en aquel Estrella Picasso que con nocturnidad y cierta alevosía recorría de norte a sur los viernes y de sur a norte los domingos toda la península ibérica, conectando Málaga y Bilbao, Bilbao y Málaga.
Un trayecto eterno, de mil kilómetros, que te permitía saborear los atardeceres oscuros del industrialismo vizcaíno a la salida y el azul rotundo y sin contemplaciones de lo malagueño a la llegada y viceversa.
La última vez que lo cogí, y la memoria no me falla, fue en el año 2004, de regreso, prendado de amor como un chiquillo. Leo que el servicio del Estrella Picasso comenzó en 1985 y terminó en 2013, casi 30 años doblando el mapa en dos, conectando generaciones de emigrantes y emigrados, de norteños y sureñas, de familias en la diáspora, que aprovechaban los veranos postindustriales para ir y venir, reconocerse, abrazarse, apelar a las melancolías de sus tierras y después regresar o volver o acudir de aquí a allá, como la de mi amigo Txema, familia barakaldesa y cordobesa y cartameña.
Recorrí aquellas vías de mil kilómetros en al menos cuatro ocasiones entre 1999 y 2004. Una de ellas sentado en el compartimento que como mandan los cánones de las historias de tren compartí con un grupo de quintos que se dirigían a Córdoba a hacer la mili. Todo lo preceptivo de alcoholes y excesos y resacas acompañaron el viaje. La segunda en litera, acosado por los sonidos nocturnos, las duermevelas y los cojitrancos que se percibían del animal ferroviario. La tercera y cuarta, como un señoritingo, en coche cama y he de decir que ha sido una de las grandes experiencias viajeras de mi vida (a la que añado un viaje de largo kilometraje en bus literal desde Bilbao hasta París), por todo. Porque en aquellas 14 o 15 horas de viaje cumplí con todo el imaginario del viajero en tren e incluso asistimos a una parada obligada de dos horas (recuerdo que era invierno, a la altura de Madrid) después de que el convoy atropellara a una oveja en el camino.
Pero si algo me maravillaba en aquel larguísimo recorrido que hacíamos de anochecida era llegar al Caminito del Rey, entrever entre los puentes y los cortados de aquella maravilla natural, intuir las construcciones humanas que se aferraban a sus paredes. Y siempre me repetía que algún día visitaría aquel espacio sobrecogedor.
Aquel último viaje de regreso también permanece apegado a la historia de mi vida como un icono imprescindible más, porque fue en aquel verano de 2004 cuando además de la luz mediterránea me traje, contagiado para siempre, un amor marbellero que aún palpita en mi corazón. Imposible, por tanto, disociar, aquel Estrella Picasso de mis querencias y de mis emociones y menos aún repetirlo porque el AVE es tan efímero, tan volátil, tan sutil su inmediatez que no da tiempo a cuajar ninguna historia duradera.
De otros trenes, los que ni están, ni se les espera, ya hablaremos otro día.