Parece el cielo cincelado de azul, apenas herido por dos o tres jirones de nubes blancas que desfallecen hacia poniente. El murmullo del agua reposando sobre el rebalaje como banda sonora, apenas, al fondo, el graznido de una gaviota.
Veo algún barco atacando la bocana del puerto de La Bajadilla, una embarcación de trasmallo, de arte menor, a la recogida de las nasas de pulpo, quizá, dejando una estela liviana de su caminar en el agua.
Un destello plateado aquí y allá, que se mueve al compás como un solo ser, delata la presencia de un banco minúsculo de peces más minúsculos aún.
La luz el sol riela sobre el mar y dibuja pestañeos de espejo sobre las leves olas.
Una chica joven recostada sobre la arena templada se desconecta del mundo alrededor con sus auriculares; una pareja de mayores extranjeros, rubicundos y evidentemente caucásicos pasean por la orilla de la playa, hundiéndose en el agua hasta los tobillos, una sonrisa en su cara; un hombre mayor de mirada triste, protegido del sol por un sombrero de paja, mira la entrada del puerto sentado en una piedra del espigón mientras una pareja de adolescentes buscan tesoros perdidos entre las rocas; gentes que van y vienen por el paseo marítimo con una evidente intención más deportiva que dionisiaca…
Un poco más allá, a lo lejos, se intuye la vida de una ciudad apaciguada en el otoño, domeñada, domesticada, durmiente.
La apacible vida de otoño continúa en esta población hipervitaminada en el estío, lejos del bullicio de la política nacional, ni rastro de los odios eviscerados en las redes sociales, ni rastro, ajena a la fragua de pactos y gobernabilidades.
Solo la playa, el sol, la brisa otoñal.
Solo una leve sonrisa pintada en mi rostro ante la posibilidad de un futuro mejor.