Escribo este artículo a 1.000 kilómetros de Marbella, una suerte de mapa doblado por la mitad en el que se juntan mis dos vidas. La que se inició hace 47 años en Barakaldo y la que comenzó hace casi 15 en Ojén.
Me abraza el verde umbrío de un antiguo caserío, siglo catorce, con nombre de sortilegio, de formulación mágica, de trabalenguas… Pagaigoikoa… La resonancia de un idioma ancestral que aún perdura entre estas rojas colinas y estos valles verdes.
Aún me asombra la contraposición de los colores de estos dos mundos que se disputan mis querencias. El uno verde y umbrío, el otro azul y refulgente. Son reflejo de mi forma de estar en la vida en ocasiones introvertido, nostálgico, tendente al sirimiri, en otras ocasiones extrovertido, luminoso, tendente a prolongar los atardeceres en la playa.
En estos viajes de ida y vuelta, de regreso, venida, nunca sé muy bien cuál es cuál, me planteo la condición de migrante que me compete. La sensación apátrida se intenta apoderar de uno como una sombra cuando en Barakaldo comienzo ser el malagueño y en Málaga el bilbaíno y la vida no sabe bien a qué atenerse.
En mi mente, uno el paisaje de una y otra tierra con una facilidad asombrosa y sitúo el Caminito del Rey entre las minas de hierro de Triano, el castillo de Gauztegi Arteaga en lo más alto de un monte de la Axarquiía o el hayedo de Otzarreta en la sierra de las nieves y los pinsapos entre los bosques de Urkiola. Se compone así un horizonte variopinto, singular y único que me pertenece solo a mí, a mi imaginario personal.
Esta migración, lejos de enrocarme en los postulados de una punta u otra del mapa, me ha ayudado a entender mejor, así en genérico, a entender mejor la vida, a la gente, los acentos, las costumbres, los usos sociales, las fiestas, la manera de relacionarse. Todo tan distinto y todo tan similar a un tiempo.
Como hoy, este artículo, escrito desde este caserío de Pagaoigoikoa, a mil kilómetros de donde estará leyendo miz voz, una voz, también migrante.