En este verano de incertidumbres aún permanecen intactas algunas certezas que nos permiten creer al asirnos a ellas que el mundo aún continúa girando con la normalidad de antaño, un mundo prepandémico donde el abrazo y el beso y la caricia aún no eran proscritos y las querencias formaban parte de nuestra vida esencial, del latido de cariños que nos permite seguir viviendo.
Algunas cosas son pequeñas, como saber, en la propia piel, que la mejor hora para acudir a la playa de La Bajadilla ronda las ocho de la tarde, el sol bajo sobre el horizonte alicatado de tejados, el agua del mar cristalina y en su punto exacto de temperatura, esa que te despierta y no te constriñe, el calor ya apagado del día borrando la reverberación de hace unas horas, calmando la arena ardiente.
Ese momento, sentarse en la orilla y escuchar ya solo algunos ecos de los bañistas que recogen sus aperos, atrapar dos o tres conchas blancas para una colección siempre por completar, reconstruir un castillo de arena herido de muerte, encontrar una pala semienterrada como si se tratara de un tesoro. La calma del día, justo antes del bullicio de la noche. Instante de entretiempos donde una Marbella da paso a otra.
Otras cosas son quizá más grandes, como descubrir en ese mismo tiempo y espacio la mirada de Daniela al bañarse en el mar oscuro, casi compacto, apenas rasgado por las luces últimas del atardecer. Una mirada limpia, plena de descubrimiento, de sorpresa con la que se podría escribir un detallado relato de emociones contradictorias y complementarias entre las que se encuentran cierto temor y cierta turbación y cierta alegría incontenible. La mirada de Daniela.
Y comprobar a Antonia a mi lado, que me trajo aquí, a Marbella, de su mano, para descubrirme el placer de la playa a esa hora crepuscular, a hundir los pies en la arena como la única forma de huida. Observo su sonrisa, su pelo mojado, casi siento como se recomponen sus músculos, sus huesos, su piel al contacto con el agua fresca, como se recoloca su ser. Comparto con ella su memoria de tardes eternas de adolescencia cuando el futuro era ya, ahora, un verano sin fin.
Y con estas certidumbres compongo un fragmento de verano pandémico que siempre es el mismo y siempre es diferente y que me permite aferrarme a la vida con uñas y dientes entre las incertidumbres a las que nos exige la distopía pandémica en la que vivimos.
Durante este verano nos vemos, a las ocho en La Bajadilla.
Hasta septiembre.