Listas de luz motean las paredes blancas de mi habitación, la cortina flamea mecida por la brisa, que se cuela ligeramente para refrescar el calor intenso que se forma en el interior. Motas de polvo danzan formando una coreografía simétrica, geométrica, imposible. La tarde se sucede muellemente, con la pereza del primer verano. Se escuchan algunos sonidos de la calle, un coche que pasa, algunas voces lejanas. El sopor reclama su reinado agostado. Escribo este artículo cuando el termómetro en la calle marca 28 grados y el ronroneo suave del ventilador me acompaña por vez primera en este 2020.
La naturaleza continúa inexorable sus ritmos, ajena a los problemas humanos o incluyéndolos desde la distancia en su ciclo eterno de ida y vuelta, integrándolos, adaptándose como siempre ha hecho. El verano ha llegado.
Y así, Marbella se despereza no sin cierto temor, temeridad en ocasiones, del confinamiento y extiende su paisanaje hacia las playas, hacia los arenales recuperados para el esparcimiento humano y los allí presentes se desenmascaran y calculan a ojo de buen cubero las distancias entre unos y otros para poner, pica en Flandes, la sombrilla y reclamar su terruño temporal. Y asiste al espectáculo del agua cristalina, casi inmaculada, al avistamiento de los peces brotando de la orilla misma, a recuperar sensaciones cercenadas por la pandemia y quizá también a recuperarse un tanto a sí mismos.
Más aún, el perfume profundamente evocador de las brasas previas al espeto, necesarias para la curación de ese modesto manjar, ya puebla los alrededores de la playa, como un protagonista más de esta escalada hacia el verano próximo. Y los primeros visitantes, que en esta situación somos nosotros mismos, ya disfrutan de esa sensación única de sentarse al albur de la arena, bajo los parapetos de cañizo, con el rostro ligeramente elevado y los ojos delicadamente entrecerrados. Esa sensación.
Soy público veranófobo, pero este pasado fin de semana, cuando me sumergí en las aguas heladas de la Bajadilla de la mano de Daniela, me recorrió el cuerpo una sensación nueva, similar a la que debe experimentar alguien que descubre el mar por primera vez, una corriente eléctrica azotó mis músculos y mis huesos y vino a poner todo en su lugar, a recolocar las piezas de un puzzle que se había deshecho más de lo que yo mismo creía tras casi 80 días de obligado confinamiento.
Y ahora, apretado bajo el peso de los 28 grados centígrados que marca el termómetro, cuando escribo este artículo frente al ordenador, en mi habitación, y la canícula rebaja sus humos coléricos al vencer la tarde, me siento un poco más vivo que ayer, que hace una semana, cuando el confinamiento aún presidía, reinaba, sobre nuestros movimientos, y en esta última frase, me gustaría solo encerrar mi deseo, anhelo, de mar, del salitre dibujando nuevas formas en mi piel, de ese sabor salado adherido a los labios, anhelo, deseo, que si no será saciado hoy, lo será, seguro, mañana.