Una primavera arrebatada, como un vendaval de perfumes, se ha desplegado en la Costa del Sol este fin de semana con toda su intensidad. El aroma intenso del azahar sacude las pituitarias como un tsunami de nostalgias y a los alérgicos nos trae una alegría inusitada que prorrumpe en estornudos, picores y escozores varios. “Es el precio que se paga por la belleza de la estación”, me decía un amigo poeta un tanto cursi y sin alergia, claro.
Y así, con los antihistamínicos apretados en el puño de la mano como un amuleto, iniciamos el camino hacia lo veraniego sin visos de parada en boxes, siempre adelante.
Porque ha regresado el calor y los rayos UVA, que aprietan con denuedo nuestra maltrecha y pálida dermis, y la necesidad de vestir de corto y calzar alpargatas de la temporada pasada, y de comprobar la caducidad de las cremas protectoras abandonadas en el fondo del armario desde el estío anterior.
El tiempo inabarcable de playa, la Bajadilla y El Cable estaban a rebosar, y el tiempo prolongado de chiringuitos, qué delicia los boquerones al limón de El Canuto y su siempre sorprendente milhojas a pie de puerto pesquero, quedan inaugurados con la solemnidad que nos marca el parte meteorológico.
Eso sí, la valentía del baño quedaba para los y las adolescentes hiperhormonados que hacían exhibiciones de salto, nado y buceo para sus crush respectivos, y para los jubilados y jubiladas, que con su experiencia al hombro demuestran, una vez más, que no tienen miedo a nada. Porque fresquita el agua estaba.
Y con este atisbo de falso verano y de auténtica entrada de la primavera comenzaron a asomar bajo la puerta las costuras de esta ciudad ante la afluencia de público, esa hipertrofia de las infraestructuras que parece un mal endémico, o ese primer atisbo de colapso de lo servicios a nada que Marbella estornuda.
Lo dicho, ya está aquí, para lo bueno y para lo no tan bueno.