Las pompas –las de jabón- son esas burbujas etéreas casi fantásticas con las que los niños pueden jugar horas enteras lanzándolas al infinito sin más pretensión que el puro deleite de verlas volar.
Hay otras burbujas, menos líricas, que las crean las sociedades; tan frágiles como las infantiles y que terminan por explotar de igual forma debido a su inconsistencia. Un fenómeno económico que se produce en los mercados, sobre todo, por la especulación y que se caracteriza por una subida incontrolada, anormal y prolongada de forma que el precio del producto se aleja de su valor real. Pompas que obnubilan a los niños grandes hasta que les estallan en la cara y los despierta del sueño dorado.
Este fenómeno económico nos puede sonar por la reciente burbuja inmobiliaria que nos ha acarreado una enorme crisis que ha socavado los pilares de nuestra sociedad del bienestar pero estos sucesos son más antiguos de lo que podría pensarse a priori. La primera de la que se tiene constancia es la crisis de los tulipanes, la primera gran burbuja financiera conocida de la historia. Fue en el 1600 y se la denominó tupilomanía. Por citar una anécdota, en 1637 un solo bulbo de la variedad Semper augustus llegó a costar 10.000 florines, una cantidad que para que nos hagamos una idea y según el autor Mike Dash: «…era suficiente para alimentar, vestir y alojar a toda una familia holandesa por media vida o para comprar una de las mejores casas en el canal más de moda de Ámsterdam».
Una burbuja más relacionada con la cultura y el estatus social que con la especulación. Una parte de sus habitantes, motivados por lo estético y por la moda, convirtieron rápidamente los tulipanes en un codiciado objeto de deseo; facilitado por lo boyante de la economía cuando Holanda era el país más rico de Europa. Tal fue la fiebre que hasta se creó un mercado de futuros. Los compradores se endeudaban e hipotecaban para hacerse con los bulbos hasta que ocurrió lo que era de esperar: la burbuja estalló y los tulipanes volvieron a costar lo que debía valer una flor cualquiera por muy bella que fuera.
De burbujas sabemos en nuestro país. Algunas pasaron inadvertidas como la de las energías renovables, en concreto la fotovoltaica. Algo que tiene que ver mucho con que nuestra tarifa eléctrica sea la más cara de Europa precisamente para costear un plan estatal que intentó con buenas intenciones fomentar las renovables pero de forma errónea y que no las terminó fomentando en los hogares sino que se convirtiera en un producto financiero, incluido en fondos de inversión, asociado a la especulación.
Un proceso que el consumidor final y las familias terminaron pagando en sus facturas cuando las compañías eléctricas repercutieron el déficit que les suponía la prima que tenían que pagar a los generadores de energía fotovoltaica ¿nadie se pregunta porque nuestra electricidad cuesta el doble que en la mayoría de los países europeos?
Otra burbuja, antes de estallar la crisis, fue la del boom de las infraestructuras megalómanas e innecesarias que salpicadas por el territorio español dilapidaron los presupuestos públicos: autopistas, edificios culturales, aeropuertos…Muchos de los cuales se quedaron a medias o vacíos de contenido.
Algo que nos recuerda a episodios antiguos de nuestra economía más cercana, no tanto por el sobre precio de algún producto sino por haber basado la economía en un sector concreto o en un producto que resultaba insostenible fabricarlo. Es el caso por ejemplo de la fabricación azucarera, cuando la costa malagueña y granadina basaron parte de su economía en la caña del azúcar. Desde el siglo XVI solo la provincia de Málaga llegó a contar con hasta 37 ingenios, trapiches y fábricas de azúcar que nos pueden dar una dimensión de la importancia que tuvo.
Pese a lo prolongado que fue en el tiempo, en el siglo XVIII comenzó un claro retroceso por dos motivos: por un tema de sostenibilidad de los recursos necesarios para su producción. La cocción de la melaza necesitaba de mucha cantidad de leña y se arrasaron los bosques para esta industria. También porque empezó la competencia al otro lado del océano y no se podía competir en precios. Ya en el siglo XX la caña de azúcar dejó de ser rentable en comparación con la remolacha.
En Marbella, además de contar con una importante industria azucarera, otra economía fue mucho más efímera; la minería y la fundición de la magnetita en los altos hornos de la Ferrería de la Concepción. No duró la burbuja ni 30 años aunque remontó la maltrecha economía marbellí de principios del siglo XIX y proporcionó sustento a una buena parte de la población. Una industria que nació condenada por la necesidad de ingentes cantidades de leña ante la ausencia de carbón mineral y que finalizó con la deforestación de las sierras cercanas.
Si de algo puede servir la historia es para aprender de los errores y no volverlos a cometer. Pero la memoria es débil y la codicia demasiado fuerte, algo de lo que el ser humano va sobrado. Ya lo decía Gandhi: «El mundo está para alimentar al hombre pero no su codicia».
Cuando charlo con Arturo Reque, amigo y compañero de esa aventura asociativa que es Marbella Activa, solemos coincidir en lamentarnos de que esta crisis económica que hemos sufrido a raíz de la burbuja inmobiliaria por el boom de la construcción parece que no nos ha servido de nada como sociedad. No nos ha enseñado nada. Solo que nos falta sabiduría y nos sobra estupidez.
La construcción y la especulación vuelven con fuerza mientras otra parte de los recursos económicos que antes se invirtieron en ese sector deriven a otros no menos problemáticos: el turístico y el de la hostelería. Y la construcción y el turismo — ojo— son industrias necesarias.
El problema llega cuando en lugar de ser herramientas para mejorar nuestra sociedad creando viviendas dignas para su población, fomentando un turismo sostenible que cree riqueza al territorio a la vez que mantenga sus formas tradicionales de vivir, su paisaje, su identidad cultural, solo sirvan para especular; para que fondos de inversión, la mayoría buitres y de fuera de España, se hagan los amos del negocio hotelero y del inmobiliario ante la ausencia de regulación y voluntad política.
Sin entrar en el tema de la hostelería, en Marbella y sus alrededores está ocurriendo con urbanizaciones. Proyectos inmobiliarios que están devorando poco a poco nuestra ya maltrecha naturaleza –la poca que nos queda- y, desde luego, lo más preocupante sin que tengan su repercusión en las infraestructuras públicas necesarias como son el saneamiento o la movilidad de la Costa del Sol para soportar ese aumento de la población. Algo que redundará en un empeoramiento claro de nuestra calidad de vida y la de nuestro medioambiente. Justo lo contrario que deberíamos hacer.
Más sorprendente es cuando un documento como el POT de la Costa del Sol, que se encuentra en fase de elaboración, nos deja entrever sus oscuras previsiones. En lugar de pensar en un decrecimiento o en un crecimiento sostenible, fija los criterios de crecimiento pensando que la Costa del Sol va a soportar en unos años tres veces la población actual para así fijar el planeamiento y ordenamiento. ¡Algo perverso, no! Nos imaginamos Marbella con cerca de 500.000 habitantes de derecho que suma a los que residen temporalmente y los que nos visitan. Sería la locura de la que hablaba mi amigo y compañero de columna en Marbella24horas, Israel Olivera, en su último artículo La ciudad imposible pero amplificado. Todo esto no es una quimera, es lo que nos viene si de verdad la ciudadanía no lo para.
Me produce tristeza e impotencia cuando me llegan noticias de nuevas urbanizaciones que pretenden depredar zonas naturales no solo de Marbella sino de alrededores como la macro urbanización del Real de la Quinta, (en la zona del Herrojo, al límite del actual Parque Natural de las Sierra de las Nieves), una promoción que se está ejecutando con un uso de suelo de 2.300.000 de metros cuadrados, y que está denunciado por IU en 2016 por sus afecciones al cauce del río Guadaiza —un espacio protegido como LIC— y que albergará 2.034 viviendas, hotel, campo de golf, centro comercial y un club hípico.
Esto no es desarrollo sostenible, esto es literalmente arrasar nuestro territorio. Me da igual que esté en Marbella, en Istán, en Benahavís, en Ojén o en un lugar más lejano. Esta forma de desarrollo, solo nos conducirá al desastre, no solo ecológico, sino al turístico por alejarnos irremediablemente de un modelo de ciudad y territorio más verde y de mayor calidad, tal y como la propia Organización Mundial del Turismo (OMT) nos recomienda y se hace en otros lugares que siendo ciudades o regiones turísticas desde hace ya siglos han entendido que el desarrollo y el turismo sostenible, es eso una fuente constante y futura de riqueza sin perder un ápice de autenticidad.
Un modelo de ciudad sostenible que cuida su territorio y su paisaje con el menor impacto posible en el medio ambiente. Pero esto aquí parece una utopía y los que lo defendemos unos frikis.