Viajó a Marbella y Ojén cuando rondaba los noventa años. Nos costó convencer a su alma inquieta, pero se atrevió a dar el paso definitivo en una primavera fragante. Disfrutó como un niño de todos y cada uno de los rincones, hizo suyos los espacios, los aromas y los perfumes, reconstruyó para sí la historia de ambas localidades y caminó hasta perderse en los dédalos de sus calles.
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Ya ni tengo el arrojo de los veinte, ni la decisión resolutiva de los treinta, pero sí me queda aún cierta ingenuidad de la adolescencia que me hace confiar en la vida y sus alrededores sin el temor al que constriñe la experiencia.
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Y resuenan los vencejos como un eco de esta primavera extraña que no termina de eclosionar. Me recuerdan a un verano de hace casi treinta años en Oronoz-Mugaire, cuando su canto recorría los alares de aquella casona enorme en la que nos hospedábamos. Todo era verde y húmedo y fragrante. Y aunque los asocio a otras primaveras mediterráneas, el primer recuerdo, su primer cantar siempre me lleva a aquella localidad navarra.
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Si la pandemia ha demostrado algo es, sin duda, la necesidad imperiosa de fortalecer la sanidad pública, esa que es capaz de atender a la ciudadanía por igual, independientemente de su origen, raza o condición social y que, a la postre, ha sido solo el músculo y compromiso de sus profesionales el que ha permitido salir indemnes como sociedad ante el despliegue mortal del Covid 19.
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Y ha pasado la Semana santa con una fuerza fulgurante, inusitada, y ha dejado cierta resaca de euforia para la mayoría del sector que augura un verano de subida incipiente en todas las estadísticas y que aspira a llegar o superar las cifras históricas que se registraron en 2019.
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Mi suegro Antonio, marbellero, se situaba en torno a la mitad de la Avenida del Mar y mirando hacia el horizonte marino me decía muy serio y solemne, “Antes la playa llegaba hasta aquí” y trazaba una línea imaginaria en el mármol del suelo, entre dos de las esculturas de Dalí. “Hasta aquí”, reiteraba.
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La poesía te enfrenta a la vida. Como autor, te sitúa frente a tus contradicciones, frente al núcleo central de tus querencias, de tus emociones, frente a cierto desvelo sentimental. Como lector, te coloca frente a un latido nuevo, un aliento en la nuca, una mirada hacia un horizonte por explorar.
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Implosionan en el aire con una densidad asfixiante y brutal. Dos perfumes intensos que alumbran la primavera. El azahar, intenso, de las flores de los naranjos que estallaba hace unos días y teñía de olor las calles de Marbella como un elemento más imbricado en el paisaje del día a día. Y el petricor, el olor de la tierra seca mojada por la lluvia, que más allá de su perfume trae consigo la promesa de una estación menos ahogada por la sequía. Y con ellos, cierta placidez.
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El 9 de marzo de 2018 me hicieron uno de los encargos más hermosos y complicados de mi vida profesional como periodista. Mi tutora y profesora de literatura en El Regato, Blanca Rey, me invitó a presentar mi segundo poemario “Poso de ceniza” ante su alumnado de último curso de bachillerato en el colegio que me había visto crecer. Crecer.
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Aún abrazo, más de 72 horas después, el sabor íntimo de ese encuentro en el que se unen la infancia, la adolescencia y una madurez de querencias más allá de lo comprensible. Este fin de semana celebraba en Bilbao el 30º Aniversario de nuestro curso en el Colegio Cooperativa El Regato de Barakaldo. Nos contemplan 30 años de entrevistos, de ausencias notables, de reencuentros intensos, de historia común desde los 5 años hasta hoy.
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