La distancia permite objetivar, hasta cierto punto, los hechos locales como si no fueran con uno. La distancia irrumpe en la vida como un colchón que amortigua la realidad, despojándola del sinvivir de la cercanía, de la proximidad, para dejarla en los huesos, con toda la crudeza, descarnada. Una realidad quizá más objetivable, menos enlodada con el día a día, con el conocimiento propio, los prejuicios que nos otorgan la cercanía.
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No se trata de responsabilidad penal o de responsabilidad judicial, se trata de responsabilidad ética y de responsabilidad política, moral, de una responsabilidad cívica y democrática hacia la ciudadanía que confía en tu ideario, en tu programa y también en tu integridad y honestidad para dar certezas a los mimbres de una ciudad. Una ciudadanía que te ha votado en base a esas premisas. Y que ahora se da de bruces calamitosamente con la realidad.
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La mediocridad salvaje que impera en esta sociedad de consumo rápido, de recompensa inmediata es apabullante. Y el problema no reside tanto en su eclosión definitiva como en la degradación de la excelencia, de la reflexión, del largo recorrido.
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Más allá de la gracieta de comprar polvorones cuando aún calzamos chanclas es cierto que el calor de estos primeros compases de noviembre resulta anormal y aterrador.
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Casi parece un oficio de orfebre… Ese de conjugar el aprendizaje del conocimiento básico, el comportamiento cívico, las hormonas y el despertar inquieto, explosivo, a la vida.
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Confundir la casa propia con la casa de todos es el origen primero de la corrupción, de este modo se interpelan los intereses privados como si fueran públicos y viceversa, en un axioma imposible donde discernir las lindes entre unos y otros resulta en exceso complicado por difuso.
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Soplaba una brisa fresca, reconstituyente, de esas que hacen aletear las viseras de las gorras, que obliga a buscar el suave cobijo de una rebeca, a cruzar los brazos ante el pecho para protegerse, echar mano de un fular… De esas que te permiten cerrar los ojos y, con la cabeza hacia atrás, permitir que el fresco colonice tu piel con el tacto firme y sensible de las primeras veces…
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Saludo a Salazar y a Teresa desde nuestro balcón casi todas las mañanas, es apenas un gesto simbólico, agitar la mano y sonreír más allá de la calle de distancia que nos separa.
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Estas primeras mañanas de octubre, cuando cierro tras de mí la puerta del portal al salir a la calle, noto en la piel el vivificante frescor del otoño, escucho cómo el viento remueve las primeras hojas secas entre mis pies y cómo la brisa agita levemente las ramas de los árboles. Aspiro profundamente, cierro los ojos y comienzo la jornada.
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Estos últimos días me llegaba por wasap un vídeo documental que glosaba los 50 años del colegio de Barakaldo en el que estudié, el Colegio Cooperativa El Regato, una rara avis en el panorama educativo al ser precisamente una cooperativa integrada por familias y profesorado que buscaba, en aquel entonces al menos, ofrecer a los estudiantes un paso más allá en la vanguardias pedagógicas y que resultó para todas las personas que participamos de ella algo más, porque aquella experiencia educativa giraba en torno a nuestras vidas, años cruciales de nuestras vidas, para mí entre los 5 y los 18, entre 1979 y 1992.
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