El 31 de agosto de 2012 fuimos desalojados del municipio de Ojén como consecuencia del incendio de Barranco Blanco. Eran las tres y media de la mañana, Daniela tenía apenas ocho meses. Recogimos lo básico y salimos a la calle, salimos al infierno. El cielo vibrando de calor, anaranjado y rojo y violeta y azul. Las cenizas como una niebla espesa. Las pavesas impactando aquí y allá. El olor a humo irrespirable. Recogimos a mi familia. Nos montamos en el coche y salimos hacia Marbella mientras veíamos cómo el fuego avanzaba a punto de alcanzar la carretera. Un caballo blanco que apareció sobre el camino.
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Podría transcribir letra por letra el artículo
“Dejarse anochecer en la Playa de La Bajadilla” que escribía por estas mismas fechas el año pasado, ese de rareza distópica y pandémica sobre el que sobrevolamos con prudencia, tímidos aún, con el temor recorriendo nuestros músculos como un animal silente. Casi con los mismos protagonistas, con la misma voz.
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Ir, volver, llegar, regresar. Son verbos complementarios y contradictorios que hacen de los migrantes tejer redes emocionales de convivencia más allá de lo evidente. Y tras un tiempo aquí o allí uno se siente de ningún lugar y de todos a la vez, como un Peter Pan con dos sombras que recuperar y a la que ambas se le escapan. En este trasunto de vida partida en dos por 1.000 kilómetros de distancia y 15 años ya no sabe a ciencia cierta si va o vuelve, si llega o regresa.
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En estos días Marbella anda sumergida en un mar de libros y de poemas. Un mar glorioso de palabras que se enredan y cabalgan procelosas aguas para dar forma literaria a emociones, sentimientos, sensaciones, acciones que no podrían tener cabida de otra forma en el mundo real, solo armarse, crearse, generarse a través de la poesía.
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Me crié con ellos, con ellas. Compartimos la vida y sus milagros, los veranos eternos de bicicletas aterciopeladas, los besos primeros, los escarceos sexuales, las decepciones del amor y del hastío, las ilusiones fundadas ante lo que ocurría ante nosotros, la pereza de algunos estudios. A ellos y ellas se fueron sumando, como un afluente al cauce principal, otras y otros que alimentaban con la misma fiereza nuestro alrededor. Éramos niños, jóvenes, crecimos. Todo era el principio de todo, la primera vez o casi la primera, éramos génesis, virginidad
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El consuelo único que le queda a mi alma veranófoba es ese mantra repetido aquí cada estío desde hace un buen puñado de años: A las ocho en La Bajadilla. Un mantra que me repito a mí mismo y a toda aquella persona que quiera escuchar. No es un antídoto perfecto contra los excesos veraniegos, pero sin duda obra en mí un reposo inconcebible de cualquier otro modo.
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Andaba el Mediterráneo bravo el fin de semana pasado en La Bajadilla, con esa cualidad tan suya de engañar al bañista con un mar de fondo escondido tras el estrépito de las olas. Esas olas cortas y altas que rompen tan cerca de la orilla que resulta imposible cabalgarlas con cierta decencia y son más proclives al revolcón que a la exhibición. El arenal lucía bandera amarilla, que flameaba al viento.
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Tantas capas tiene esta ciudad, la una sobre la otra, yuxtapuestas, complementarias, contradictorias, pero estrechamente dependientes como las sensaciones que empujan mi espíritu estos últimos días. Sensaciones igualmente contradictorias y yuxtapuestas y complementarias.
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Resulta extraño, tantas veces inexplicable, de qué material se tejen los hilos que conectan la amistad, cómo está constituida la red de querencias, amores, cariños y empatías que la sustentan, en qué crisol se forja.
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Llega el estío, cuando las sombras se alargan perezosas sobre la playa y hacen que los atardeceres parezcan eternos, con esa cualidad imposible de adecuar el tiempo al estado laxo del espíritu.
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