Daniela tiene 9 años, una gitana vikinga a la que me gustaría contarle, decirle, que su vida, que sus sueños no tienen límite, que puede aspirar a lo que desee, luchar por aquello que tiene en mente hasta las últimas consecuencias, sentir que puede, que puede y que con su trabajo, con su constancia, con su empeño será suficiente.
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Había llovido durante el fin de semana y el campo brillaba entreverado de humedad, umbrío y frondoso, semejándose más a los bosques septentrionales que al concepto de sur que se traduce del imaginario colectivo.
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Tengo recuerdos confusos. Tenía 6 años. Sí logro entrever a mi aita y a mi ama, acompañados de Joaquín, con los ojos semicerrados sentados en torno a aquella radio marrón marca International que presidía la sala. También vislumbro el tono de preocupación de sus voces, las llamadas de teléfono, los susurros a uno y otro lado del aparato. La palabra Francia, que no lograba encajar en la vida cotidiana, salió a colación en algunas ocasiones.
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2011 fue para mi familia un año fatídico y un año hermoso
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Pulso el botón del séptimo piso. Traspaso una cancela de rejas y una puerta de metal. La luz, siempre dura, inunda los últimos tramos de escalera. Salgo al exterior y me invade siempre un perfume intenso, denso, a salitres. Un grupo de gaviotas ciclea en el aire, y otras huyen aquí y allá. Es un edificio alto, lo que me permite una panorámica casi completa de Marbella y en esa panorámica se traza cierto aroma a ciudad portuaria tan alejada del cliché de visión única que demasiadas veces pretende venderse de nuestra localidad.
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Despunta el sol por levante, con cierta bravura pese a la fecha en la que nos encontramos. Es apenas el amanecer. La madera cruje bajo mis pasos rápidos. Se oye el rumor ronco del mar ramoneando contra el roquerío. Y el viento se filtra entre las cañas y las arranca su voz en forma de lóbrego ulular. Me gusta pasear por la senda en El Pinillo a esta hora, cuando Marbella de despereza de su sueño templado y poco a poco despunta la vida a la que la pandemia ha impuesto cierta sordina.
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Recuerdo la primera vez que vi un pinsapo. Fue en la senda de José Lima en Ojén, la ruta de El Pozuelo, que esconde en su cara norte un bosquete de esta especie. Su yema particular, su fruto, las ramas unguladas. La cuerda con la que caminaba continuó hacia adelante y yo me quedé allí, con la cámara en la mano, sabiendo que me encontraba delante de una singularidad de la naturaleza, una de esas especies endémicas que solo aparecen y se repiten en uno o dos lugares de todo el mundo y que obedecen a unas particularidades muy específicas y que, por tanto, el territorio en el que aparecen, también lo ha de ser. Particular. Específico.
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Recibo por wasap numerosos mensajes estas dos últimas semanas. Todos son similares, muy parecidos, cambian las personas, los lugares, las circunstancias, pero guardan, en esencia, una similitud que aterra.
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Quizá es que habíamos puesto demasiadas expectativas en 2021 y su inicio, vapuleado sin decoro, nos deja otra vez sin aliento, al borde del colapso mental y con la ironía y el cinismo campando a sus anchas por las superficies nevadas de nuestras montañas próximas, colapsando los medios informativos.
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La responsabilidad de las últimas veces. Esta firma de hoy es la última, la última del año, de este año 2020 que nos ha agitado y agrietado por dentro como individuos y como sociedad, que nos ha arrasado emocional y sentimentalmente, que nos ha puesto en una situación límite como nunca imagináramos.
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